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lunes, 10 de enero de 2022

El reguero de sangre de ETA, la banda terrorista que ya sólo agoniza

ETA, en una de sus primeras apariciones tras el asesinato del comisario Melitón Manzanas.

Medio siglo después de que Begoña Urroz Ibarrola, una niña de tan sólo veintidós meses, muriera como consecuencia de las graves heridas causadas por un artefacto colocado por la banda ETA en la estación ferroviaria de Amara, en San Sebastián, los terroristas por fin dan sus últimos coletazos tras la desarticulación de la cúpula esta semana. La macabra efeméride tuvo su origen un año antes, en 1959, cuando se fundó la banda del hacha y la serpiente como escisión de las juventudes del PNV -que estaba en el exilio- con el objetivo de recurrir a la violencia para imponer sus tesis independentistas del País Vasco. Una vez que ETA decidió recurrir a la fuerza, la suerte estaba echada y la espiral de sangre, garantizada.

La evolución de la banda demostró años después que no se trataba de una oposición al régimen franquista, sino al conjunto de los españoles y, especialmente, un ataque directo a la democracia iniciada en 1977 y a la propia soberanía del pueblo vasco, que el 25 de octubre de 1978 aprobaba, con un 90% de mayoría y un 58% de participación, el Estatuto de Autonomía de Guernica.

ETA había asesinado desde su fundación, y durante todo la época del franquismo, a 43 personas. En el mismo período desde que se aprobó por referéndum la Constitución española (quince años, entre 1978-1993), la banda arrebató la vida a 624. Hubiera bastado con la muerte de Begoña Urroz, con una sola víctima, para constituir una barbarie, pero aunque cada historia personal deje una profunda huella al margen de los números, no se pueden obviar las cifras. Espantan: 857 vidas las que ETA ha segado en cincuenta años.


Es difícil escribir un artículo sobre esas víctimas, las verdaderas protagonistas de la tragedia y la brutalidad del terrorismo vasco, cuando simplemente el libro Vidas rotas, que publicó Rogelio Alonso en 2010, un año antes del anuncio del cese de las acciones terroristas, y que tan sólo enumera sus nombres y las meras circunstancias de los atentados que les costaron la vida, contaba con 1.245 páginas. A mayor gloria del fanatismo terrorista de ETA. Y eso que ni están en él los cientos de miles de heridos –mutilados de una o varias extremidades, sordos, ciegos, incapacitados de todo tipo- que las acciones de los que se llamaban a sí mismos gudaris dejaron a su paso. Habrían hecho falta uno o dos volúmenes más del mismo tamaño.


El atentado a Carrero Blanco

Después de algunas acciones aisladas que acabaron por cobrarse la vida del guardia civil José Pardines y el comisario de la Brigada de Información Melitón Manzanas en 1968, ETA, que sufrió una dura persecución y represión por parte de las autoridades franquistas en esos primeros años, consideró, cuando consiguió hacer volar el coche del presidente del Gobierno, el almirante Carrero Blanco, que podían cambiar la Historia a su antojo con el uso de la fuerza.

La muerte del hombre fuerte del régimen franquista en 1973, supuso el verdadero pistoletazo de salida de la carrera de ETA, que un año después cometía su primera matanza indiscriminada contra civiles, en la Cafetería Rolando de la calle Correo, atentado que nunca quiso reconocer. *


Gradualmente los terroristas, que en su momento se vieron a sí mismos como independentistas nacionalistas, opositores de la dictadura, comenzaron por matar a «enemigos del pueblo vasco», extendieron después sus balas a todos los miembros de las fuerzas de seguridad de España, por considerarlas «opresoras de Euskal Herria», incluyeron luego a las Fuerzas Armadas, como acto de provocación hacia los militares, continuaron con todo aquel vasco -político o no- que no comulgara con su idea independentista y terminaron por aterrorizar a cualquier otro español, con masacres indiscriminadas que buscaban matar a mujeres y niños como manera de desestabilizar al Gobierno de turno y amedrentar a la sociedad.


Las fuerzas de seguridad

Félix de Diego Martínez se encontraba el 3 de febrero de 1979 sentado en el bar de la familia cuando dos miembros de ETA entraron y le dispararon a quemarropa en presencia de su mujer. Félix, ex guardia civil, había tenido la suerte de evitar la muerte cuando tres miembros de ETA asesinaron a su compañero José Pardines en 1968 -la primera víctima reconocida por la banda. Se encontraba cerca de él cuando en el control de la Nacional 1 los terroristas acabaron con la vida de su compañero. No pudo escapar una segunda vez.

Quienes más profundamente han sufrido el zarpazo terrorista han sido los miembros de la Policía y la Guardia Civil, con un total de 349 víctimas entre ambos cuerpos. Muy especialmente en el caso de la Benemérita. ETA consideró desde sus comienzos a la Guardia Civil como una fuerza de ocupación extranjera y volcó su ira contra ella, asumiendo como legítimas las muertes, dentro de su forzada dialéctica pseudo-militar que trataba de imponer la idea de una guerra entre dos Estados.

La estrategia, además, consistía en activar el mecanismo de acción-reacción-acción que tan buenos resultados les proporcionaba. Los guardias civiles no eran bien vistos por algunos sectores en Euskadi y sus reacciones a los atentados con continuos controles en las carreteras, redadas, registros en viviendas y demás acciones policiales que seguían a cada atentado de la banda, les identificaba con la imagen de fuerzas represoras que ETA quería transmitir. Esto concedía a los terroristas un perfil romántico de luchadores por la libertad del pueblo vasco y les conseguía nuevos apoyos y adhesiones. Pero el acoso de ETA en el País Vasco a los guardias civiles continuó siendo muy intenso durante todos los años siguientes a la muerte de Franco. Las familias de guardias que llegaban desde otros puntos de España al País Vasco tuvieron que sufrir el miedo constante de ser víctimas de la banda.


Los años de plomo

En 1977, ETA incluyó en su lista de objetivos a las Fuerzas Armadas. La nueva situación que brindaba la transición política y la posibilidad de que la sociedad vasca alcanzara sus propios objetivos por medio de las urnas y sin contar con los terroristas -como de hecho ocurrió con la aprobación del Estatuto- exigía apretar la tuerca y hacer más imprescindible el terror. Los llamados años de plomo, los más sangrientos de la historia de la banda, fue la respuesta a la normalización política y el intento por desestabilizar la nueva democracia. Para ello, ETA quiso invocar el «ruido de sables» atentando contra los militares de tal forma que éstos dieran un golpe de Estado para retomar el control del país, para así justificar su existencia y su lucha armada.

En 1980, entre ETA pm y ETA militar, las dos facciones de ETA surgidas en la escisión de 1973, aunaron la increíble cifra de 92 muertos, uno cada cuatro días. El primer coronel del ejército que cayó bajo las balas de ETA fue José Antonio Pérez Rodríguez, el 21 de julio de 1978, el mismo día que se aprobara en el Congreso el proyecto del texto de Constitución.

El hostigamiento contra los militares dio en parte frutos. El 23 de febrero el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero iniciaba un intento de golpe de Estado contra la recién aprobada democracia. Que la mayoría del ejército se opusiera al plan de los alzados frustró la desestabilización que buscaba ETA y lo pagó entre otros el teniente general Guillermo Quintana Lacaci, asesinado a tiros en presencia de su esposa, a la salida de misa el 29 de enero de 1984. Quintana, que había servido en la División Azul, fue uno de los militares que más firmemente se opuso al intento de golpe. Como capitán general de Madrid, impidió que la División Acorazada Brunete saliera a la calle, frustrando el golpe en la capital.


Contra la libertad y sus ideas

La única dialéctica que ha entendido ETA en cualquiera de sus facciones o refundaciones (ETA político-militar, ETA militar, Comandos Autónomos) ha sido la de las pistolas. Incluso entre ellos mismos. Los diferentes cambios en la cúpula etarra han acabado por encumbrar a los más violentos. Víctimas de sus propias disensiones fueron Eduardo Moreno Bergareche, alias ‘Pertur’, miembro de ETA pm que no compartió algunas acciones de la banda y al que sus compañeros hicieron desaparecer en 1976. Dolores González Catarain, alias ‘Yoyes’, que fue asesinada en diciembre de 1986, delante de su hijo de tres años de edad, después de abandonar la lucha armada. Menos conocido fue el de Joaquín María Azaola, asesinado el 19 de diciembre de 1978. Azaola había abandonado la banda tras la amnistía de 1977.

El resto de ciudadanos vascos ya fueran «euskaldunes» o «españoles» ha corrido la misma suerte. El 24 de noviembre de 1974, ETA inició una campaña contra políticos municipales que no acataran sus tesis. Antonio Echeverría Albisu, alcalde de Oyartzun, fue el primer asesinado de una larga lista de ediles de diferentes partidos políticos (PP y PSOE principalmente) que se han opuesto a sus ideas. José Ignacio Ustarán, un afiliado de UCD fue secuestrado el 29 de septiembre de 1980 en la puerta de su casa mientras preparaba el cumpleaños de su hija. Unas horas más tarde aparecía en un garaje de San Sebastián con un tiro en la sien. De la misma forma que ocurriría con Miguel Ángel Blanco en 1997 cuando, después de cuarenta y ocho interminables horas ‘Txapote’ -que ahora cumple una condena de cincuenta años, por la que no saldrá hasta 2030, cuando tenga 65 años- le disparó a bocajarro.


En algunos casos el simple hecho de opinar de forma diferente constituía motivo de muerte, como le ocurrió a Jesús Ulayar en la localidad navarra de Etxarri Aranaz. Tampoco se libraron los industriales y empresarios «miembros de la oligarquía», que se negaron a pagar el impuesto revolucionario, como el ex consejero del BBV Ybarra, asesinado el 20 de mayo de 1977, tras ser secuestrado en su casa. Ni los periodistas que trataron de informar sobre el llamado conflicto vasco y que incluso sirvieron para mediar con la banda en los primeros años de la transición, como fue el caso de José María Portell, al que tirotearon en su coche a la puerta de su casa, o el columnista de El Mundo José Luis López de Lacalle, asesinado a tiros en plena calle, el 7 de mayo.


Las masacres indiscriminadas

En Madrid, a las 23.57 horas del 22 de noviembre de 1988, estalló una furgoneta bomba estacionada junto a los muros exteriores de la Dirección General de la Guardia Civil, en la calle Guzmán el Bueno. No murió ningún guardia civil pero sí Luis Delgado Villalonga, un niño de dos años y medio que viajaba junto a sus padres en el coche familiar. Ellos resultaron heridos de mucha gravedad y la madre estuvo en coma profundo durante varios días. A esa misma hora, también perdía la vida Jaime Bilbao Iglesias, un directivo de RTVE. Cinco días después, ETA emitía un comunicado en el que lamentaba «profundamente» las muertes y heridas a civiles y hacía responsables a las Fuerzas de Seguridad.

El cinismo de ETA en relación con las víctimas civiles ha sido proverbial. Un año antes del atentado de Madrid, los terroristas habían colocado un coche bomba en el garaje del centro comercial Hipercor en Barcelona. En aquella ocasión no había ningún objetivo policial. El infierno que desató la deflagración costó la vida a 21 personas, todas civiles, en la mayor masacre de la historia de ETA. En aquella ocasión, los terroristas también lamentaron las muertes y echaron la culpa a las fuerzas de seguridad, por no haber desalojado a tiempo tras un aviso de bomba.

En realidad, la organización terrorista se encontraba en plena negociación con el Gobierno de Felipe González, en las llamadas Conversaciones de Argel (1987-1989). Pero su intención era la de hacer el mayor daño posible a la sociedad, sembrar el terror y poner contra las cuerdas a los responsables del Estado.

La brutalidad de todas estas acciones puso en peligro el apoyo de sus bases, simpatizantes independentistas radicales, votantes de HB, miembros de la izquierda abertzale en general, a lo largo de los años. De ahí que hayan jugado a no atribuirse atentados, a culpar a las Fuerzas de Seguridad o a emitir cínicos comunicados de condolencia. El 29 de mayo de 1991, otro «comando» dejaba caer por la rampa de un patio vecinal de una casa-cuartel en Vic un coche bomba. Entre las víctimas, cuatro niñas de entre 8 y 12 años, además de otras seis personas.

Ese mismo año, una serie de tres coches bomba en Madrid sembró el terror. El primero mató al teniente Francisco Carballar. El segundo dejó mutiladas a Irene Villa, de 12 años de edad, y a su madre María Jesús González. El tercero segaba las piernas al comandante Rafael Villalobos. Aquellas brutales imágenes quedarían para siempre en la mente de los españoles. El anuncio esta semana de la detención de una cúpula que según las fuentes de interior gestionaba ya sólo las «miserias» de la banda es la constatación de que el reguero de sangre no les ha conducido, realmente a nada más que al asco y la repulsión de una sociedad que jamás habría aceptado sus tesis desde la violencia.

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