Montse Lezáun cree que lo peor que le puede ocurrir a una madre es ver sufrir a sus hijos. El pasado 30 de julio, ella despidió a Diego sin imaginar que ya no lo volvería a ver. Diego acababa de salir de una larguísima convalecencia y aquel día se reincorporaba a su trabajo como guardia civil. Faltaban unos minutos para las dos del mediodía cuando él y su compañero Carlos Sáenz de Tejada se montaron en un Nissan Patrol que debían llevar al garaje. El coche se encontraba aparcado en las inmediaciones del cuartel de Palma Nova, a unos diez kilómetros de Palma de Mallorca. Apenas se habían acomodado en el interior del vehículo cuando un terrorista activó la bomba lampa adosada a los bajos. La explosión acabó con la vida de los dos agentes. Montse no vio sufrir a su hijo. La última imagen que conserva de él es la de un joven que volvía al trabajo con toda la ilusión del mundo. “Nunca vi tan feliz a mi hijo Diego como la mañana del día del atentado”, asegura.
¿Cómo era Diego?
Era un joven vitalista, enérgico, muy aficionado al deporte, divertido, con un sentido del humor muy agudo. A raíz de su muerte hemos descubierto con asombro los muchísimos amigos que tenía. Los buenos amigos requieren tiempo, pero ahora repaso los suyos y no me salen las cuentas, no sé de dónde sacó tantos días. Era un apasionado de las motos, tenía una de competición y otra de paseo. Estaba federado y participaba en algunas carreras. El 15 de marzo de este año sufrió un accidente gravísimo. Estuvo tres semanas en coma, con una lesión cerebral importante. Le dijeron que la recuperación podía prolongarse durante un año, pero se lo tomó con muchísimas ganas. Todos vivimos aquellos meses con gran intensidad. Cada paso que daba era una fiesta. Se levantaba y volaban los sms de un lado a otro: “¡Se ha levantado!”.
¿Qué pensó cuando su hijo le dijo que quería ser guardia civil?
Fue una gran satisfacción para todos. En nuestra casa, todos han sido lo que han querido ser. Tengo un hijo, Eduardo, que de pequeño quería ser astronauta y que con el tiempo estudió Ingeniería Aeroespacial en Londres. Mi abuelo fue guardia civil y en casa siempre habíamos hablado con cariño de él, de sus historias. Imagino que eso iría dejando una pequeña huella en Diego. Él había trabajado como guarda de seguridad, y estaba contento, pero se le quedaba pequeño. Para entrar a la Guardia Civil hay una oposición muy fuerte, las solicitudes se han triplicado con la crisis, y él estaba muy contento de haberlo conseguido.
¿Le inquietó la posibilidad de que su hijo sufriera un atentado?
Para nada. Es algo que nunca llegué a imaginar. Es cierto que yo viví en Pamplona hasta 1979, y que aquellos fueron años duros, pero ya en Mallorca, donde los guardias civiles y los policías van tranquilamente por la calle con su uniforme, sin sufrir las etiquetas ni los prejuicios de nadie, jamás pensé que nos pudiera tocar algo así. Este verano, Diego me propuso que fuéramos a Pamplona en Sanfermines. Él ya estaba muy recuperado del accidente de moto y le hacía ilusión. La idea me encantó, pero mi marido nos dijo que no, que para Diego podía ser peligroso. Y le hicimos caso. También pienso que todas las profesiones tienen su riesgo. El de esta es mayor porque se trata de un servicio público que a veces se presta en circunstancias difíciles. Para evitar por completo los riesgos, habría que quedarse en casa.
El día del atentado era el primero de Diego tras cuatro meses de baja.
Nunca le vi más feliz que el día del atentado. Estaba como un niño pequeño que regresa al colegio después de las vacaciones. Se preparó la ropa el día anterior, repasó todo. Estaba encantado. ¡Le había costado tanto salir del agujero del accidente! De alguna manera, era como volver a la vida después de muchos días de hospital. Esa es la imagen que guardo de él. Tengo la pena de que ya no está, pero mi recuerdo es el de un chico ilusionado y feliz. Creo que lo peor para una madre es ver sufrir a un hijo, y yo no vi sufrir a Diego.
¿Cómo vivió aquel día?
Aquel día se produjeron muchas casualidades, demasiadas. Diego aún no había recibido el alta, pero tanto él como los médicos pensaron que podía ser muy bueno para su recuperación neurológica que empezara a hacer algún trabajo tranquilo. En la Guardia Civil les pareció muy bien. El atentado fue el 30 de julio. Diego no se tenía que incorporar hasta el 1 de agosto, pero lo habló y decidió ir un día antes. No estaba previsto inicialmente que fuera al cuartel de Palmanova, pero acabó allí. Y tampoco estaba previsto que se montase en un coche, pero lo hizo. Fueron tantas las casualidades que una piensa que no es posible… Y todos mis hijos estaban esos días en Mallorca, de vacaciones…
¿Cómo se enteró de lo ocurrido?
Estaba con mi hijo Eduardo, el tercero, en una casa que tenemos en el campo, a 65 kilómetros de Palma. Alguien llamó por teléfono y nos dijo que había habido un atentado en Palmanova, pero no se me ocurrió que le hubiese podido pasar algo malo a Diego. Nos empezamos a intranquilizar al ver que no atendía el móvil. Empezaron a llegar noticias, aunque todas eran confusas. Pusimos la tele, pero la antena se había estropeado y no se veía. Todavía le doy gracias a Dios por aquello, de otra manera me hubiese encontrado de repente con las imágenes de lo sucedido. Nos llamó al cabo de un rato un compañero suyo y nos dijo: “Venid a Palmanova y esperaos lo peor”. Mi marido estaba en Ibiza porque los jueves pasa consulta allí. Eduardo y yo salimos en el coche y enseguida me llamó mi marido al móvil. “Para el coche”, me dijo. Y entonces me lo soltó: “Nos lo han matado”. Mi hijo Eduardo se desmoronó, pero no podíamos quedarnos allí, así que me puse al volante y reanudamos el viaje a Palmanova.
¿En qué pensó durante aquellos 65 kilómetros?
Los pasé rezando. Pensaba en aquella misma mañana, en la ilusión de Diego por reincorporarse al trabajo. Pensaba también en mis otros hijos, y en mi madre, que ya es mayor, en cómo se lo diría. Pensaba en mi marido.
¿Cómo se reza en un momento así?
Pues mal. Mi hijo Eduardo me ayudaba. Empezamos el rosario y lo fuimos rezando a trompicones, entre lloros y silencios.
¿Qué recuerda de la llegada a Palmanova?
Habían puesto una carpa. Estaban allí mis otros hijos y la novia de Diego. Ella es la que peor lo pasó: había sido un pilar de su recuperación, le había acompañado durante días enteros en el hospital, llevaban seis años de novios y querían compartir toda la vida. Lo que recuerdo de aquellos momentos es que estuvimos muy acompañados, no nos dejaron de la mano en ningún momento. La Guardia Civil ya era entonces como de la familia, pero ahora son de nuestra familia más directa. Desde aquel día, siempre que veo una patrulla, me paro y les saludo, como si fueran mis hijos.
La capilla ardiente…
La pusieron en el Palacio de la Almudaina, enfrente de la Catedral. Los dos féretros estaban a un lado y al otro estábamos nosotros y la familia de Carlos Sáenz de Tejada, el compañero de Diego. Ellos habían venido para llevárselo a Burgos, donde viven. Recuerdo que me pareció que estaban un poco solos y pasé pena por ellos, pero después he hablado con la madre de Carlos y me ha dicho que no, que se sintió muy acompañada.
Y el funeral.
Fue un funeral de Estado. Hubiésemos preferido algo más reservado, más familiar, pero mi hijo había muerto como un héroe y parecía lógico que fuese despedido como un héroe. Yo no estaba para muchas gaitas, la verdad. La gente se volcó en esos momentos con nosotros de una manera increíble. En casa estábamos 18, y eso supone una logística difícil. Cuando yo me desperté al día siguiente del atentado tenía preparado un desayuno de ensaimada y chocolate caliente. También esos detalles materiales ayudan mucho. Después del funeral de Estado quisimos organizar uno por nuestra cuenta. Invitamos a los amigos moteros de Diego y se presentaron 1.500 motoristas, con sus chupas de cuero y sus tachuelas, acelerando a tope, quemando rueda, como dicen ellos. Bloquearon todo el tráfico de Palma y en un momento dado elevaron sus pulgares al cielo, todos a la vez, y empezaron a gritar: “Diego, Diego, Diego”. Fue impresionante.
¿Ha pensado en algún momento en los terroristas que mataron a su hijo?
No. No quiero tenerlos en mi cabeza. El único sitio que les deseo es la cárcel. Ahora tengo que pensar todo el tiempo en mis hijos y en mi marido. Que piensen en ellos quienes deben ir a buscarlos y quienes tienen que juzgarlos. Lo que me gustaría es que los cogieran, claro.
¿Qué tal han vivido sus otros hijos lo sucedido?
El otro día leí una frase, creo de que de SaintExupéry: “El hombre se descubre de verdad cuando está frente a un obstáculo”. Yo he descubierto en estos meses a mis hijos y estoy muy orgullosa de ellos.
¿Se puede perdonar algo así?
Claro que se puede. Mis padres me enseñaron a querer y lo hicieron muy bien.
¿Hablan de Diego en casa?
Un poco, lo normal, parecido a cuando estaba en la Academia y le veíamos menos. Y también ahora nos reímos recordando sus salidas, sus chistes.
¿Habla con él?
Sí. Y le pido que nos eche una mano a todos, especialmente a sus hermanos. Todos los hijos tienen que atravesar edades difíciles… Y como estoy segura de que Diego está en el Cielo, le pido que nos ayude. Hay una cosa del himno que se canta en los funerales de la Guardia Civil que no me gusta: lo del “compañero perdido”. A Diego no lo hemos perdido. Yo me dirijo a él para que cuide a sus hermanos, y también para que ayude a sus compañeros a localizar a los que pusieron la bomba.
¿No se ha rebelado en algún momento contra Dios?
Yo siempre le había pedido a Dios que llevase a todos mis hijos al Cielo, aunque fuera a empujones. Se lo pedía de modo especial en algunas temporadas más difíciles. Cuando mataron a Diego, casi me enfrenté un poco con Dios: “Te lo has tomado literalmente”, le decía. Pero entiendo que Dios ha actuado así porque consideraba que era un buen momento para Diego. Entiendo el “para qué” –para que esté en el Cielo–, pero me cuesta entender el porqué.
¿Mantienen relación con la familia de Carlos Sáenz de Tejada, el otro guardia asesinado?
Sí. Diego y Carlos eran compañeros aquí y lo siguen siendo en el Cielo. Me gustaría que las dos familias mantuviésemos también la amistad. Les hemos invitado a la boda de nuestro hijo Álvaro, que se casa el próximo 1 de mayo.
¿Han recibido muchas cartas y llamadas?
Muchísimas. Tenemos 1.100 telegramas y cientos y cientos de cartas. Por no hablar de las llamadas de teléfono. A mí me han llamado todos y cada uno de los compañeros de la carrera, y hace ya treinta años que terminamos. De algunos no había sabido nada desde entonces. Nos han llamado alcaldes y obispos, y mucha gente anónima. Y muchos padres que han pasado por lo mismo. Nos llamaron Mikel y Josu, los hermanos de Eduardo Puelles, asesinado en junio. Qué majos son, qué fuerza tienen. El obispo de Palma nos mandó una carta manuscrita, muy cariñosa. Los amigos nos han ayudado muchísimo. Una de mis amigas me estuvo haciendo la comida durante todo el mes de agosto.
¿Recuerda alguna llamada o alguna carta especial?
Sí, recuerdo dos cartas muy especiales. Nos las enviaron dos presos desde la cárcel. Nos decían que lo ocurrido les parecía una barbaridad, que estaban de nuestro lado, que nos apoyaban, que sentían nuestro dolor.
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